Por Pegaso
Tres sucesos, tres, marcaron el final del 2019 y principios del 2020.
Tres acontecimientos que cimbraron la vida pública de nuestro país.
El primero de ellos fue la captura e inmediata liberación del hijo de “El Chapo” Guzmán, el 18 de octubre, en Culiacán, Sinaloa, en un operativo que no previó la capacidad de respuesta del narco y que obligó a las fuerzas armadas a liberar al cautivo bajo el argumento de que con ello se evitó la muerte de muchas personas inocentes.
El segundo fue la matanza de los Le Barón, el 14 de noviembre, en el Municipio de Bavispe, Sonora, donde fallecieron tres mujeres y seis niños.
El tercero, ocurrido el viernes 8 de enero, cuando un niño de 11 años asesinó a una maestra en una escuela de Torreón, Coahuila, hirió a seis personas más y luego se suicidó.
Los hechos causaron conmoción, más no asombro.
Los mexicanos hemos transitado por un período obscuro, donde ya nada nos sorprende.
¿Qué más debe pasar para que tomemos conciencia de nuestra gran responsabilidad?¿Es que aún no nos damos cuenta que todos, en su medida, somos culpables de lo que está pasando en México?
Sí. Usted, yo, aquel, aquella. Todos somos culpables en cierto grado de la desgracia nacional.
Vea por qué.
Durante varias décadas escuchamos y disfrutamos de la música que relata las andanzas de los bandidos y delincuentes.
Bailamos al ritmo de los Tigres del Norte, que alababan la valentía de Camelia la Texana y sus amoríos con Emilio Varela. Después vinieron Carlos y José a deleitarnos con el corrido de El Viejo Paulino y las Pacas de a Kilo.
Todo eso se volvió cultura popular. La narcocultura nos entró a los mexicanos por el oído.
Todavía recuerdo y tengo por ahí una foto de un estudio que hicieron estudiantes de la UAT Aztlán, donde en el 2012 entrevistaron a niños de escuelas primarias sobre sus preferencias musicales. La gran mayoría mostraron su gusto por las canciones del Komander, Kapaz de la Sierra, la Tracalosa y otras bandas que se caracterizan precisamente por cantar narcocorridos.
En otra parte de la encuesta se les preguntó a niñas y a niños qué tipo de vehículos preferían y, ¡adivinen qué! Prefirieron las trocas ostentosas que usan los maleantes en sus tropelías, las que pasan a toda velocidad por las calles a toda hora quemando llanta.
Cuando se les presentaron fotos de armas, la mayor parte de los chiquitines optaron por la poderosa AK-47, conocida también como “cuerno de chivo”.
Muchas veces escuché, antes de que empezara todo el desmadre, que mis amigos se regodeaban y ensoberbecían al hablar de sus cuates narcos: “Yo soy amigo de Fulano”. “Mi compadre es mengano”. “Yo conozco a perengano”.
Y lo decían inflándose de orgullo.
Aún hoy, a pesar de la pesadilla en que seguimos viviendo, hay quienes continúan con la misma postura.
He llegado a la conclusión de que más del 80% de la población mexicana tiene conocidos, está relacionado de algún modo, es familiar o simpatiza con miembros de la delincuencia organizada.
Muchas veces he usado aquí mismo la figura de la señora que tiene un hijo delincuente, el cual le lleva su mandadito todas las semanas o le canta serenata en el Día de las Madres. Y cuando llega la policía buscándolo, ella lo oculta o impide el acceso de las autoridades a su vivienda.
Luego, cuando lo matan, llora ante la policía y dice que su hijo era bueno, que no hacía mal a nadie.
Seguirán pasando cosas mientras no cortemos el cordón umbilical que de alguna manera nos une con la narcocultura.
Dejemos de escuchar ese tipo de música estridente y fea que altera los nervios. Ya no admiremos a los delincuentes. Apaguemos la televisión cuando empiece una narconovela. Evitemos la relación con los compadres o amigos narcos. Detestemos todo lo que sea violento. No seamos cómplices de los criminales.
Tal vez así, en unos diez o veinte años, el País pueda salir de la cloaca en que estamos.
Termino con el refrán estilo Pegaso: “Es más valioso retrasado que jamás”. (Más vale tarde que nunca).